Lo vi partir con una expresión alegre en su rostro, y no fue hasta que el autobús desapareció de mi vista que noté la repentina lluvia que se había presentado.
No tenía un paraguas, ni batería en el teléfono, tampoco una chaqueta que me cuidara del frío, entonces, ¿Por qué mi alma se sentía más helada que la piel de mis brazos descubiertos?
Quiso irse, no lo retuve, se despidió con gentiliza, lo despedí con un abrazo, y ese era el fin. Creí que era su ausencia, que mi alma y la suya se alejaron tanto que el invierno dentro de mi opacó la primavera de ese entonces, pero en verdad fue por otra razón.
Fue esa idea, la idea de que nadie ocupa un espacio importante, la idea de que durante toda mi vida dejé entrar y salir personas sin quererlas con todas mis fuerzas por ser como las estaciones que dejan recuerdos fugases.
No lo extrañaré porque fuimos felices, nuestro último abrazo fue cálido al igual que los momentos juntos, pero cuando sienta el sillón de la sala tan espacioso como la vez que lo estrené, le pediré a destino que nos encuentre nuevamente.
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